martes, 26 de junio de 2007

Eugenio,


Supongo que no esperarías hoy esta carta, pero acaso todavía esperabas respuesta. Sí no entendí ni por tanto aprobé la última de tus llamadas, mas ignoraré por el momento el hecho del conocimiento superficial e insultivo para echar leña al fuego, hablar en plata y para que nos maten los ciervos de una vez y por siempre.

Hablas de Panero como modelo o referencia. No diré si ya lo disfruto con más o menos alegría porque tampoco se trata aquí de convencer ni amar gustos literarios de probable origen tan estúpido como el de sus poseedores contemporáneos. Vi a Leopoldo, digo. Leopoldo acompañado de dos cuestionables escuderos que presentaban sus últimos –penúltimos para periodistas- dos libros. Tiendo la ropa.

Vi a Panero, digo, y lo vi completamente loco. No frivolizo con una locura sensible a todos atraparnos en ese ultramundo de paradigmas estáticos en los que se derrumba la estructura social externa. Digo social y yo sí siento náuseas. Pensé tiempo ha que ser loco era ser genio o ser genio consistía en flirtear delgadamente con la locura. Desprecié la sobriedad como anillo de alianza y desarmé a todos esos bellos caballos que me juraron divinidad expresa.

Cómo explicarte una tristeza reflejada en balbuceos. Me encantaría tendiéndote la mano abrir mi pecho y desvelarte mis entrañas en la oscuridad de una habitación vacía. Querría llorarte las lágrimas del poeta idolatrado que se incrustan como enanos obeliscos en las paredes de mis límites fijos de esta vez. No soporto más Eugenio el sufrimiento propio y ajeno o el cómo se ama cuando se ama.

Deseo –como ves sólo deseo, quiero y gusto- que sigamos adelante sin premisas de constricción. Me gustaría ya no saber quién es el joven con el que relato, sino a qué sabe su sangre asfixiada y sobre todo cómo sus palabras pueden atravesarme en la desafiante oscuridad desde donde desnudo te escribo.

miércoles, 9 de mayo de 2007

Carta a un preso iracundo de dientes careados por los óxidos del alcohol

Ya basta de canciones de amor desaforadas y contraídas en un pedestal ambiguo que no llevan a ningún fin común. Desde que te hablo con relativa asiduidad y de forma directa no has dejado de titubear con la pasión que nos une, y pienso que ya es mejor no hablar de ello. Dejar de dilucidar la luz, abandonar el camino para seguirlo de la mano, en la distancia que va de Berlín a algún punto de las malsanas carreteras del Estado español.

Apareces en recuadros con las letras inconexas, serigrafiadas de una forma tan técnica que me da nausea y alimenta a la vez. Así te digiero yo hablando del tiempo, las aventuras, el futuro, la presión de los pecados, las nuevas y especializadas lecturas del Antiguo Testamento y la distancia que nos separa. Por ello que no te agobie declarar tu amor siempre y cuando yo lo rechace. Que se desmienta lo dicho es sano y la duda acompaña a los santos hasta su beatificación. Por tantas cosas como te he dado en la vida te recuerdo que deberíamos tranquilizar las aguas y tematizar nuestras conversaciones. Para ello tengo preparada una bala que adosar a tu sistema linfático: un tejido adiposo, una querencia del Oeste mediterráneo al que siempre hemos considerado Este geoestratégico; sólo por recomendarte la correspondencia: “Los héroes inútiles”, L.M.Panero contra Diego Medrano. Ya me dirás.

Para que me entiendas, Jirafa inmunda de pelo liso y piel de astracán, no guardo rencor a tus quehaceres conmigo, pero mantén la distancia de tu pene a mi boca porque las consecuencias pueden estar a la altura de las ‘torres gemelas’. Idealizado, sulibeyado y dispuesto a dejarme embaucar por anodinos perfumes que me distraen de mi absurdo horario laboral me despido hasta siempre/pronto con un abrazo de oso herido por la supervivencia generacional.

P.D.: Espero que entiendas la broma malentendida.

Un abrazo en forma de cruasán.

domingo, 29 de abril de 2007

Carta de amor no deliberada a un amante desconocido

Amado Eugenio:

Dejemos de hablar para siempre del tiempo. Obviemos como la felicidad su importancia: Atrapemos sin rencor la sabiduría de la incertidumbre e idolatremos con fervor la basílica experiencia de la alquimia mientras observamos nuestros rostros en el luminoso espacio que la huraña oscuridad esconde.

Desde que duermo con la ventana abierta desde que te conociera, no hay día sin noche ni sueño sin catarsis ulterior. Las estaciones se repiten tramposamente, nos hacen creer en su igualdad al estar ésta acordada y nos esconden –tantos secretos- el abrazo de una brisa invisible, el olor de unas ramas ancestras, la resistencia que nuestra piel continua causa en la sensual atmósfera; el roce de un cuerpo se abalanza con la ternura del nuevo amante, la sorpresa idealizada.

Quiero decir alto y sin ebriedad que te amo.

Amar no es un sentimiento sino una decisión. Te amo porque deseo amarte. Te amo porque he visto en la profundidad de tus ojos –unos ojos negros, un abismo afrodisíaco- la sombra de luz más infinita que jamás hubiera conocido. Te amo por el sexo que recuerdo excitado al acariciar el mío, el tuyo, la célula tangible de nuestra fecundidad, el órgano que en mi mano se derrite al ritmo de las lágrimas de júbilo. Es tu belleza la razón de mi amor y es mi silencio encarcelado la prueba de este mundo.

Nunca sabrás que te amo ni por qué. Ignorarás siempre aunque trates de aprender el qué. Te amo, Eugenio, te amo con el aplastante y patético egoísmo que nos domina. No te esfuerces ni quieras obsequiarme; ni siquiera te agradecería eso. Ya sé de los sentimientos que parentescan la nobleza y no temas por mí la crueldad de la insultante soledad, pues sé ya que en este amor tanto de necesidad como de invención no resta espacio para el otro, sino que esto es sólo, como debes haber sospechado ya, el soliloquio desgraciado de una metáfora incandescente.

Comprenderás entonces y ahora mi lasciva memoria de muerte. Siendo tú despedido me aseguro así la verdad de este amor esquizofrénico; reitero y concuerdo las notas musicales que suenan en este lecho; me convierto en infinito amante ante ti y el resto, desvanezco cualquier posibilidad así de que tu cuerpo convertido en sudor alcance a retener siquiera el inquebrantable aroma que el sexo ajeno incansable expresa. Con tu muerte comienza mi infinito.

Si te revelo mi identidad y el devenir de mi garganta es porque sé siniestro que sólo tu experiencia de la ignorancia será capaz de comprender lo intrínseco de este amor no deliberado. Sabes que soy, debes saberlo al menos, sabes que siento y soy huracán destructor que todo lo ama porque todo lo quiere poseer. Conoces el poder que mi sexo posee y es por ello, sabes, es por ello que inteligente escapas entre el barro de las vanas palabras y los horribles, desesperantes, intratables, fatuos, cónclaves de futuro.

Digo otra vez que te quiero y que permanezcas atento a mi amor. Mostrarte el amanecer en llamas de mi desesperación es sólo una cuestión de tiempo. Tiempo traidor que se vuelve cíclico contra mí, que me aprisiona en esta vieja misiva que nunca quise prolongar. Tiempo que me resulta imposible olvidar y que me recuerda con toda la fuerza y furia de lo inexpugnable lo mísero de una existencia que aguarda un amor que reconoce tan imposible como cualquier otro; un pasajero que deambula en el ocaso de un desierto en compañía de conocidos fantasmas. Mi sexo se despierta al recordarte y las ventanas de esta habitación se confunden con el éxtasis de mi cuerpo. Tiempo del arrebato. Tiempo amenazador. Tiempo de temor, amor.

miércoles, 4 de abril de 2007

Desde el deshielo, Groenlandia, Ciudad del Cabo:

Querido y olvidado Vince,

así como un gato se contonea arrimándose hasta la desconchada pared para sentir el fresco de la cal en las bucólicas mañanas de verano manchego me siento yo. Todo mancha. Las estupideces más sinceras hacen girar el mundo. Lo absurdo nos hace ser mucho más creativos. Irremediablemente saludables los azucarillos cúbicos que mi abuela vierte con cariño en el café justo antes de echarme a dormir, y pienso por qué las vacaciones nos dan tanta felicidad que sólo deseamos dormir. Porque dormir nos hace felices. Porque la felicidad nos quita el sueño y nos hace soñar. Porque todo mancha tan rápido que sucede siempre todo a la vez. Porque contradecirse es tan sano que se me arquea la espalda y te miento si te digo que te quiero, o esas cosas que esperas que te diga para que se consume en tu cabeza mi fidelidad, la estabilidad, aunque no piense en ti ni en un solo momento del día hasta que suene el móvil. La mentira une y mancha. La mentira crea un vínculo entre dos personas al nacer. El mentiroso y el mentido. Un ligado que sólo se deshará cuando se conozca la verdad. Hasta entonces el cronómetro sigue contando sus números positivos. Mentiras, gatos, manchas y números primos.

Bendito sanedrín de dedos y pelo, y poco más que destacar de nuestra cochambrosa relación. Así como un gato se contonea arrimándose hasta la octogenaria pata de la silla para sentir las astillas que hurgan entre la dermis todavía entumecida de la penúltima siesta felina me siento yo. ¿Cuánto duerme un gato? Su deseo nulo por la lectura le otorga un gran número de horas libres después de las comidas. Las comidas que un gato realiza a lo largo del día corresponden a un número primo entre 5 y 17. Así decide, según la luz, la lluvia, el ruido, el viento en la cara, las amenazas geoestratégicas y otros recursos limitados, en qué gastar las vidas de que dispone. Se propone un final feliz, a poder ser bajo la rueda de un camión enorme, cargado de avena y pollos criados en alguna granja lejana donde un hombre lobo guarda sin recelo la juventud de un niño de 13 años. Raptado, aguerrido a su zulo donde tiene absolutamente de todo menos la libertad que poseen los esclavos como nosotros. Arrugado en un rincón desea salir en la televisión, marcar un gol con la selección, luchar por un puesto de trabajo y hacer botellón. ¿Quién culpa ahora a su raptor y no a sus padres? Lo absurdo es creativo, digo yo, y todo mancha.

¿Cómo mancha un gato y en qué medida es consciente de sus manchas si no se reconoce ante el espejo? La ilusión del niño que aplasta contra su débil tórax las primeras horas de vida de un gatito contrasta con las consecuencias del acto: la mamá gata huele después (con su olfato semi-profesional) los desconocidos restos humanos que impregnan la débil piel del animal, rechazando, en el mejor de los casos, a la cría y dejándola sin leche hasta la muerte por ceguera e inanición. En el peor de los casos, matando la intriga, puede ser brutalmente vapuleada y asfixiada por la propia madre que la repudia ante la atónita mirada del niño, mucho menos niño desde la cruda y violenta secuencia de imágenes filmadas a fuego en su memoria. Lo absurdo nos rodea, nos mancha y hasta nos insensibiliza. Aún así nos hace mucho más creativos manchar gatos, adaptar la armonía natural a la conexión entre los números primos y continuar haciendo crónicas de lo absurdo. Mentir deliberadamente es lo único que nos une. Por eso te escribo.

viernes, 23 de febrero de 2007

Una habitación con vistas

Berlín y Viernes, 23 de febrero de 2007.


Son las 3:23 de la madrugada después de diez, once, doce días de comunicación interrumpida. Qué excusa alegar o qué clase de palabras encadenar para lograr convencer al amante que patalea de justa rabia y tierna desesperación mientras espera con la ansiedad del zorro arrinconado. Permíteme que me levante, Eugenio, necesito enseñarte algo.




Sé que ahora entenderás mejor el motivo de mi tardanza.

¿Qué te puedo contar del mundo que tú ya no sepas? ¿Con qué sorprenderte si los más atractivos enigmas son siempre terriblemente comunes? ¿Qué escribir, o al menos, qué falacear? ¿Cómo convercerte si no es a ti, sí al menos al resto expectante y mudo? ¿Cómo y qué describir sobre la belleza de la muchacha gorda que sonríe y saluda entre dos asientos del autobús? Si narrara lo irreducible esto se convertiría en poema o tácita canción de abstracción. Me niego, por tanto, a defender si el cielo que vemos desde la habitación –la única con vistas de la casa- es claro u oscuro, aprendiz o ya anciano, limítrofe de tejados inexistentes o tierra tibia sobre nuestras cabezas.


Entiendo con pragmatismo tus problemas pulcrosanitarios. Te recuerdo y aviso que hablar de salud es igual de inútil que hablar sobre el amor: el hecho de quererlo o negarlo, de ignorarlo o idealizarlo y sobre todo el uso de esas inútilesformas verbales que muestran su debilidad derivativa en cuanto se aviva la lágrima en el ojo que brilla.

Lloro frente al espejo para poder verte. Lloro para tocar el cepillo de dientes de tu hermano y acariciar con él muelas lastimosas que demandan pleitesía. He visto en estos días, cuando despierto quedaba, el rostro del ladrón por todos amaestrado. He rozado con mi lengua rosada el artístico lóbulo de su oreja. Nos estremecimos sin arrepentimiento entre las cajas escondidas en el enigma del callejón. Decirte que el sabor de una piel me emociona es mentirte, pues no es emoción lo que siento, sino la vida verdadera, que no es otra que la vida ajena.

Me gustaría contarte, ahora que me al fin me consiento la reflexión, mi opinión tergiversada en cuestiones laborales, liberales, sentimentales y también, porque qué puede haber más excitante, acerca de aquellos extraños que una vez se nos cruzan para convertirse después en cabezas pensantes nuestras. Pensamos con el automóvil de nuestros amigos, asumimos el riesgo de nuestro padres ricos (odiando a los pobres) y continuamente, esto es, sin descanso alguno, recitamos retahílas aprendidas en la soledad de una habitación.

¿Qué quiero decir con esto? ¿A qué me aventuro antes de crear sueño? No quisiera que despreciaras o malinterpretaras la vida, mas ya sabes que no busco jamás el adoctrinamiento implicitado de víboras sonrientes. Te diría que jamás olvides que siempre somos todos ladrones, que pase lo que pase (expresión nihilista per se) en nosotros se conserva la violencia del miedo y la avariciosa ambición que acumulamos en una despensa de localización desconocida.

Se termina el participio y comienza el pavor. Quizá ahora aparte la vista del espejo para asomarme a la única vista que entonces me queda y siempre me acompaña. Te susurro mi miedo al amanecer, al enfrentamiento con un realismo mágico e incógnito.

lunes, 12 de febrero de 2007

Alaquàs por casualidad.
3`19`'

A menudo empiezo así los textos. Hay momentos muy tristes en la vida. Que rasgan los ojos, que punzan las articulaciones, que asolan las frentes, que extirpan los dedos que frotan, que rajan las horas en trozos tan pequeños que el nudo en la laringe te asfixia agónicamente hasta la tristeza, que es un estado. En los estados de carestía habituales (tristeza, soledad, negativa o silencio) el único remedio ante la duda vital es hablar de ello. Si uno de verdad desea suicidarse no lo cuenta. Así que:

En las calles anochece gente que envilece el cristal del ventanal más humano. En la inocencia pueril del que solapa su confianza en la oscuridad con alegría no siempre habita la duda de ‘lo que sucederá’. Por eso en el coche estaban guardadas todas las cuerdas de las guitarras y en silencio sonaban a desconcierto en una calle, porque sí. Dentro había un montón de aire y paciencia. A recogerlas fue un indeseable (puede que acompañado de su plural) y se llevó del espacio silencioso la ilusión tenue de quien sobrevive a base de inquietudes más sanas que la placentera delincuencia. Por eso, cuando el ángel, que había pecado, volvió entre sus alas hasta el lugar del deshecho se acordó del diablo y juró no volverle a fallar. No es ira lo que sintió en aquel lugar el músico al que le habían robado su instrumento, ni siquiera impotencia ni rencor social, sintió una tristeza tan honda que tocó el fondo de su cuerpo y supo medirlo por primera vez. Le dolió no haber sentido algo tan puro con lo que le habían quitado. La tristeza le sirvió demagógicamente unas horas, hasta terminar el papeleo en comisaría. Fue una muerte útil, un desenlace europeo a un amor en ciernes, a una idea deseada, parcialmente iniciada. Era lo último que aquella noche hubiera soñado en la pesadilla que se repite desde entonces. Me despierto sudando o pensando en él. Es difícil que algo tan frágil como un cristal conserve las esperanzas de un ser humano. Pronto compraremos una montaña y en su interior encerraremos, unos cuantos, el secreto de nuestras vidas, aunque nadie nos escuche, sin que nadie nos vea, esta vez.

Por lo demás tengo una curiosa infección dérmica en la cara. Me está supurando pus y creo que es la prueba evidente de que el estrés va a acabar conmigo. Estoy durmiendo más. Ya no trabajo en lo de antes. Ahora trabajo en otra cosa. Me voy a hacer una camiseta preciosa que pone “Arthur Cravan”. Me han hablado de una nueva tienda de transfer donde no has de mentirles acerca de los derechos de autor para que te planchen un dibujo sobre el algodón de Amancio Ortega.

También llevo meses reconstruyendo un ordenador y todavía no he conseguido estabilizar sus elementos. Volveré a ir a remover chatarra. Hay más componentes electrónicos en los vertederos que perros en la perrera. No me gustan los perros. No me gusta la gente que presume -con el cigarro de las 10 pudriéndose entre sus dientes por el paseo de la alameda- de la raza canina que ha subyugado en un décimo quinto piso. Hay miedo a la soledad en los espacios vitales. El ser humano es tan extraño que a veces se humilla con absurdas pérdidas de tiempo. La pulcritud literaria es una basura humana también, por eso no les escupo en voz alta.

No sé, volviendo a lo de antes, estoy decepcionado. Las pandillas urbanas ya no se matan entre sí. Ahora se mecen al beneficio mercantil y coleguean en una fusión de ideas totalmente incompatibles. Antes se escuchaba: “Anoche se cargaron a uno de ‘Los subterráneos’” Los conflictos, las censuras, la idiosincrasia asociativa está echada a perder, y yo me pierdo con ellos porque he nacido para narrar sus aventuras. Ya no hay líderes juveniles ni yonkis que les contextualicen. El futuro es tan distinto al que la Historia nos auguraba que hasta nos dan ganas de clonar a Einstein para que rememore cálculos mesiánicos. No tenemos ganas de comer. No somos nada más que recios chicos heterosexuales que detestan a la Iglesia por miedo a la guerra. No ganamos dinero para nuestros padres. Deberíamos pensar en eso. Sólo así comprenderíamos por qué somos lo que somos y lo seríamos con más fuerza. Algunos, como tú, con talento.

Se me resecan las fosas nasales durante la noche por el polvo que tengo guardado. No voy a dejar mi juventud pasar sin drogarme mucho más. Lo pensé hablando con mi hermano acerca de mi sobrina. Es una decisión en firme. Lo siento por el espíritu transgresor de la salud en mi generación. La vuelta a los clásicos me va a llevar a Burroughs, joder. ¡Ojalá hubieras escrito la puta Ilíada y no El libro de los muertos! Me rasco la oreja derecha con el cepillo de dientes de mi hermano. Hace tres años que no vive en casa. Estaba aún en nuestro váter. El otro día hablé con él. He pensado en darle utilidad a eso. Le echo mucho más de menos si le veo con frecuencia. Me rascaré con el. ¿Qué me dices de los ausentes líderes juveniles?

El viernes tuve un concierto. Conocí a una chica. Tenía su sonrisa y por eso me acosté con ella. Sin embargo, en la cama rocé que no era ella, así que sólo hablamos hasta que nos dormimos.

En la distancia,
yo, pronto.

sábado, 10 de febrero de 2007

Berlín, segunda semana de febrero de 2007

Eugenio,


Me alegro una vez más de poder (¡finalmente!) escribirte de nuevo. Te aviso que será esta una carta con la heterodoxia del pensamiento manipulado, una corriente menos fluvial que las características pseudonaturales de los masivos fenómenos meteorológicos de siempre. Porque el tiempo, como todo, cambia con la constancia y la tenacidad de lo infinito. Mudamos nosotros como nómadas de alma, quizá como tú sedientos o quizá saciados de existencia mediocre que no desea –mas indefectiblemente lo hace- movimiento o conmutación. Historias sobre el frío del miedo que rescata con la celeridad de lo angustiado el recuerdo escondido tras la sombra de la indiferencia cognitiva. Un guisante bajo cien mantas o una aguja en un pajar como las distintas alegorías que podemos reflexionar sin necesidad de huida a mundos de metáforas deconstructivistas o aliteradas.


Como lees, no he hecho apenas más menciones explícitas a tu mensaje, si bien en ocasiones considero que es mejor ignorar las magdalenas que se comen o se dejan de comer; las esperanzas amontonadas en un cubo grisáceo que flota en la linealidad de la imaginación. Trato con gracia de sofisticar mi discurso sin la necesidad del onanista virgen. Te reto, y ahora vuelvo al ataque (pero qué es la vida sino una continua batalla sin vencedores), te reto pues a que dejes tus herramientas en el olvido de la intrépida vigilia para que en la próxima interpretación consigas adentrarte en mí.


Porque amigo (y cada vez te tengo más cerca), escribir cartas no es sólo un acto romántico si lo románto tergiversado desprecia lo sexual. Alcanzar un clímax de palabra sólo depende de la líbido que deseemos, que derramemos sin nostalgia sobre textos electrónicos que indican algo más que presteza y simultaneidad apóstata. Te quiero homosexualizar como las gargantas de los niños secretos vociferan en lamentos inquietos la desesperación de sus almas. Los niños no sólo quieren a la madre que pueden imaginar; también desean con la irresponsabilidad de la inconsciencia egoística un amor que no es amor porque no es mentira, una arteria que no saben que es arteria porque desconocen los caminos de la sangre, la disección silenciosa de los cuerpos que emanan el calor de unas sábanas madres o la respiración entrecortada y pausada del padre que fuma vida ajena.


Pero existen en la picaresca hijos sin padre ni madre, truhanes de conciencia eliminada que vagan y deambulan como payasos de circo borracho. Adultos arrepentidos de su ridícula estatura, animales encerrados en esas jaulas que no son de oro ni bronce, que ni siquiera se aceran al metal ni a cualquier otro elemento; que son excremencia existencial para individuos que no saben ni quieren ni pueden saber. Y nosotros mientras tanto afirmamos no saber, como si pudiéramos acaso creer que no sabe el que conoce el infierno ocre del enrojecido desasosiego.


Tú diras que los puentes tienden los brazos al mundo que los rechaza o que no sientes afecto por la vida o quizá digas o digamos que qué es una elegía sino una tácita mentira. Dirían tres místicos que yo me sé que el que no aprecia la vida debe entonces morir, mas yo digo –con la vanidosa insurreción de sitiarme al lado de tales elementos- que nada se puede cambiar que no consiga transformarse solo, que comenzaba contándote sobre el humo del cigarrillo moribundo divergiéndose en otros seres y abstracciones, que alegaba la hegemonía de un movimiento que nunca se detiene, una obviedad metafísica que carece sin embargo de mayor fundamento que el de la fe. Por eso, porque todo lo detenido se mueve puedes afirmar equivocado que desprecias y desafectas la vida que es única y que sólo tú posees, porque no sabes todavía –quién podría, quién- el alcance de una mirada atemorizada, el silogismo inmutable de la soledad, el esclavo del mundo que desperdicia el tiempo como única amnistía de su no creerse.


Comienzo a quererte.


Vincent Girard